Artículos de opinión de directivos y becarios de la Fundación

La educación superior, un proyecto en curso en Iberoamérica

Artículo escrito por Jesús Andreu y publicado en Notimérica el 23 de marzo de 2016

Pese a los momentos de indudable incertidumbre que vivimos, no solo en España, por razones políticas, sino en toda Iberoamérica (ralentización brasileña, descenso de las commodities, etc.), conviene quizá ahora más que nunca subrayar cómo la mayoría de la últimas tendencias socioeconómicas positivas de esta esfera cultural llegaron para quedarse. Desde una perspectiva macro -de “longue dureé” como decía el historiador Braudel- debemos recordar que la secuencia del desarrollo humano obedece a un patrón muy similar en todas las sociedades, de acuerdo con el cual la modernización económica lleva aparejada cambios culturales que nos inclinan hacia la autonomía individual, la igualdad de género y la democracia.

Esta hipótesis ha sido minuciosamente estudiada por los sociólogos Ronald Inglehart y Christian Welzel, quienes durante más de dos décadas trabajaron con material empírico a escala global. Y la conclusión a la que llegaron fue clara: el deseo de lograr mayores márgenes de libertad civil, participación política y autoexpresión profesional, lejos de encubrir una especie de “americanización global”, constituye una propensión universal cuando las poblaciones alcanzan un estatus básico de recursos materiales. De hecho es lo que sucedió en España a partir de los años sesenta y es lo que viene sucediendo en la mayor parte de Latinoamérica desde los ochenta. Por descontado, referirse en general al subcontinente siempre es simplificador, puesto que para ser exactos hay que concretar país por país, cosa que se constata fácilmente al vaticinar el futuro de la región: las naciones de la Alianza del Pacífico son las que apuntan mejores maneras, seguidas de esos nodos financieros y comerciales en los que se están convirtiendo Panamá o Costa Rica.

No obstante -y a ello iba- incluso en aquellos casos más críticos, cuando se supera determinado umbral sociocultural las mentalidades no retroceden y la voluntad individual por conquistar vocaciones propias, en tanto síntoma plenamente moderno, no desaparece. En función de la correlación entre desarrollo y capital humano, esto se refleja en los índices de acceso a la educación superior, los cuales -tras experimentar un boom paralelo al crecimiento económico- no suelen recaer en disminuciones ulteriores, dotando en adelante y a futuro de un nivel científico sostenido a cada país. Sobre este hecho, históricamente acreditado, se levanta la promesa del Espacio Iberoamericano del Conocimiento, un proyecto que redimensiona internacionalmente -actualizándola- la lógica de la prosperidad y del que no solo toca hablar con ocasión de cumbres y convenios.

Así, el trabajo tenaz y regular de las instituciones dedicadas a fortalecerlo constituye la mejor garantía de su consecución, siempre que su pulso no decaiga. En este sentido, si se me permite la referencia, los datos que ha registrado la última convocatoria de becas de la Fundación Carolina son alentadores: 170 mil solicitudes y 56 mil solicitantes se han postulado para perfeccionar su formación en España, 8 mil más que el año pasado y 22 mil más que hace dos años. Se trata de cifras-récord que nos dicen que si hace cinco años se contabilizaban 40 candidatos por beca ahora lo hacen 90 por beca, lo que asimismo nos habla de la extraordinaria capacidad de atracción de las universidades españolas y, en particular, de las facultades de Medicina, Derecho, Económicas o Ingeniería, donde se cursan los programas más demandados.

De este modo, el enorme caudal de talento procedente de Iberoamérica se conjuga con la capacidad para generar conocimiento de calidad, en una suerte de círculo virtuoso “en español”, que la Carolina, como otras instituciones, contribuye a galvanizar en una labor incesante, aun silenciosa, de “work in progress” o, mejor dicho, de proyecto en curso.

La mejor juventud

Una de las claves más certeras para calibrar el progreso y porvenir de Iberoamérica consiste en mirar a su juventud, ese volumen de la población que -según los estándares oficiales- cubre el intervalo de los quince a los veintinueve años. A primera vista, el dato más espectacular consiste en los ciento cincuenta millones de jóvenes que habitan el continente, alrededor de un 25% de la población total. No obstante, las cifras realmente sorprendentes se encuentran desgranando las características que los definen. Y es que se trata de una juventud cada vez menos pobre (aún con niveles todavía inadmisibles), más urbana y más formada, con un porcentaje creciente de personas que han concluido la educación secundaria (superando en algunos países el setenta por ciento) y un número de matriculados universitarios próximo a los veinte millones.

Aunque quizá el dato más chocante -sobre todo a ojos españoles- estribe en la tasa de desempleo juvenil, del diez por ciento. Ciertamente, en algunos países menos avanzados, este indicador también revela una falta de oportunidades y alternativas, cuando apenas salidos de la adolescencia muchos jóvenes se ven abocados a entrar en el mercado laboral. Con todo, un repaso rápido por las tendencias de la juventud iberoamericana sugiere un futuro prometedor, más aún teniendo en cuenta las tasas de fecundidad, bastante altas (de 3,5 niños por mujer), pero con una suave propensión a declinar, conforme sus naciones prosperan.

Seguramente, la mejor forma de interpretar el alcance de estos datos pase por cotejarlos con lo que tenemos cerca y conocemos mejor, Europa. Y quizá, de nuevo, sorprenda percatarse del grado de similitudes que -excepto en algunos índices- se da. Así, Europa igualmente refleja un porcentaje poblacional de jóvenes de en torno al 20% (unos cien millones), asimismo urbanos y formados, hasta el punto de que la cifra de estudiantes europeos en universidades también ronda los veinte millones. Incluso en términos de desempleo, la comparación no es improcedente, por cuanto cabe esperar que el número de jóvenes parados europeos (un 20%) descienda tras la superación de la crisis, mientras que suba ligeramente el de Iberoamérica, con la incorporación de más personas al ciclo de estudios superiores.

En tiempos de turbulencias y auge de economías emergentes, no resulta extraño que se produzcan rumbos convergentes en los que se reequilibran las relaciones de peso internacional. Ahora bien, persisten dos realidades que vienen a trastocar este horizonte de confluencia, muy relacionadas con la juventud. Por un lado, la fragilidad demográfica que presenta Europa, con un ritmo que apenas supera el 1,4 de natalidad, muy lejos del 2,1 que se requiere para mantener la cota de habitantes y todavía más, de ese 3,5 iberoamericano. Por otro lado, la débil innovación de la que adolece Iberoamérica, fruto de carencias en materia de infraestructuras, propiedad intelectual y capacitación del capital humano a nivel de postgrado y doctorado (por supuesto, de modo desigual según países y regiones).

Pues bien, para afrontar tales circunstancias es preciso volcarse más en la movilidad transatlántica de talentos, así como en la transferencia científica, en aras a compensar lagunas susceptibles de convertirse en amenazas sociales. No hay más que pensar en la caja de las pensiones cuando aumenta el envejecimiento, o en la pérdida de competitividad cuando se pierde el tren tecnológico. Las ventajas comunicativas que ofrece un mundo digital y globalizado, unidas a la frescura y osadía de la juventud -siempre innovadora- y a los principios democráticos que unen a europeos y americanos, nos permiten ser optimistas. Pero no vale con sentarse a esperar: apoyar a los jóvenes es afirmar el futuro.

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Iberoamérica ‘intra-histórica’

Hoy más que nunca hacer prospectiva parece inútil. La volatilidad de los mercados y la posibilidad no tan remota de que el mundo se desquicie aún más -por un colapso chino o la ruptura de Europa- invitan a la cautela a la hora de pensar en el porvenir. No obstante, estos ejercicios son consustanciales no solo a la alta política, sino a los proyectos de vida, a los sueños y ambiciones que cada persona traza para sí. Hay una palabra que expresa esta alerta de futuro, tanto en el plano individual como en el colectivo: sostenibilidad. En este sentido, el escenario institucional más sostenible que cabe idear -de acuerdo con PwC y EsadeGeo- es el de una gobernanza global en la que las naciones regulen coordinadamente los conflictos económicos, sociales o de cualquier orden. Es también el escenario más optimista.

Sin necesidad de contraponer a esta opción una alternativa apocalíptica, a medio plazo lo más realista es imaginar la conformación de grandes bloques regionales, muy integrados internamente, aun rivalizando entre sí por los recursos energéticos. De hecho, esta es la clave desde la que mejor se entiende la construcción de unos Estados Unidos de Europa, en la que estamos inmersos. Pero también la existencia de la Liga Árabe, de la Asociación del sudeste asiático (Asean) o del Nafta, en el Norte de América. Obviamente, la reconfiguración mundial está por definir, pero ya se esbozan incluso coaliciones inter-regionales: el libre comercio avanza hacia Europa, existe un foro Sur-Sur desde hace años y en mayo de 2014 Rusia y China firmaron un acuerdo energético en el marco de la Conferencia sobre Interacción y Desarrollo de la Confianza en Asia.

 

relaciones

 

En este tablero dinámico llama la atención la ausencia de un bloque iberoamericano consolidado, que en cambio aparece fragmentado -como ya reflejé en este blog– en diversos y hasta contrapuestos programas de integración (Alba, Mercosur, Alianza del Pacífico, etc.). Una fragmentación que se deja notar en cada Cumbre Iberoamericanahasta el punto de que hay países decididos a finiquitarlas. Bajo una óptica diametralmente opuesta, la Segib -a través de su nueva secretaria, Rebeca Grynspan- parece dispuesta a relanzar el sistema iberoamericano recurriendo con audacia a los factores que en la actualidad están marcando la diferencia: la innovación y la atracción de talento.

Es lo que se desprende de la Declaración de Veracruz que, además de sentar las bases para la implantación del «Erasmus latinoamericano», hace hincapié en el impulso a la movilidad empresarial, al tiempo que habla del establecimiento de una Agenda Digital, soporte de la economía del conocimiento. No por casualidad se trata de los mismos puntos -focalizados en la movilidad laboral y la inversión en I+D- que definen los propósitos de la recién estrenada Comisión Juncker. Por descontado, al contrario que en Europa, las dificultades en el subcontinente empiezan en el terreno de la voluntad política, toda vez que resulta preciso contar con la aquiescencia de los países desafectos y recuperar la confianza de Brasil.

Y sin embargo -lo que es paradójico- Iberoamérica es una realidad supranacional de facto por encima de gobiernos e instituciones, un verdadero bloque regional, más compacto en lo geográfico, afectivo y cultural que cualquier otro. Más «intra-histórico», como diría Unamuno. En la fuerza de este legado descansa la credibilidad que despierta Iberoamérica, no solo como proyecto político de futuro sino como enclave comercial y de inversión económica de este mismo presente. Precisamente por ello el liderazgo institucional de la Segib -todavía sostenido en su mayor parte por España- no puede desfallecer ya que está condenado al éxito.

Jesús Andreu Artículo publicado en El Huffington Post el 7 de enero de 2015 Ver publicación

Movilidad y conocimiento: ejes de la innovación iberoamericana

La próxima Cumbre de Veracruz constituye indudablemente una cita de gran trascendencia, quizá mayor que las anteriores, y ello debido al proceso de renovación que está experimentando el sistema de cooperación iberoamericano. Estamos en un momento que viene determinado por la emergencia económica de gran parte de sus países, la consolidación democrática, el notable descenso de la pobreza y el surgimiento de unas clases medias que aspiran a mejorar –o al menos a mantener– su estatus. Dichos factores han redefinido la percepción geoestratégica de Iberoamérica, cada vez más atractiva para los mercados asiáticos, y han generado la apertura de nuevos circuitos financieros, culturales, migratorios y tecnológicos. En este escenario, el principio según el cual la riqueza de un país radica en la inversión en capital humano, ligado a las demandas formativas de las clases medias, hacen especialmente oportunas las cuestiones –de cariz educativo y cultural– que se abordarán en la Cumbre de Veracruz. El concepto de innovación introducido dota al encuentro de un acento emprendedor que desborda los tradicionales planteamientos pedagógicos y cognitivos, obviamente imprescindibles. Y es que en las economías del siglo XXI la innovación se ha convertido en el principal motor del crecimiento y en el puntal de la competitividad. Ello explica el empeño sostenido de China, EE.UU. y la UE, pese a las limitaciones de la crisis, volcado sobre la I+D y sobre todo, la rotunda apuesta del sector privado por invertir en conocimiento y tecnología como fuente de valor agregado y garantía de retorno económico. Más allá del debate que enfrenta a los “keynesianos de la innovación” frente a quienes reclaman mayores incentivos para las empresas, la potencialidad del asunto anida en la internacionalización del comercio: es a través de él como se encauza la transferencia de conocimientos, se multiplica la difusión tecnológica y se maximizan los beneficios, no sólo en clave económica, sino también en términos creativos, sociales y de bienestar. Baste pensar en las ventajas sanitarias que comporta la biotecnología aplicada o calibrar el impacto en la industria cultural de la revolución de las telecomunicaciones. Por supuesto, la rentabilidad de la innovación ha propiciado que ciertos gobiernos desarrollen prácticas fraudulentas (infringiendo derechos de propiedad intelectual) o intervencionistas (imponiendo condiciones proteccionistas a empresas extranjeras) encaminadas a lograr réditos a corto plazo, a costa de saltarse el paso más arduo y decisivo: alcanzar la generación propia de conocimiento.

En este punto es donde se aprecia la importancia de los promotores de la ciencia: las universidades y los centros de investigación. En el denominado triángulo del conocimiento, donde confluyen los esfuerzos de los gobiernos, las empresas y las instituciones académicas, a estas últimas les corresponde la labor crucial de producir y validar los avances científicos que conducen a la introducción de nuevos dispositivos o aplicaciones en el mercado: un proceso que a menudo conlleva el “efecto multiplicador” que los usuarios les otorgan, democratizando la innovación. Al igual que en el terreno empresarial, la financiación pública de la I+D es objeto de un debate al que se superpone el de la presencia de las corporaciones privadas en la construcción del conocimiento. No obstante, sin restarle relevancia al mismo, el foco de la cuestión ha sido desplazado por el de las oportunidades que, de nuevo, abre la internacionalización.

No parece casual que las mejores universidades iberoamericanas, de acuerdo con el último ranking QS, se encuentren en los países que mayor inversión extranjera reciben: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México y Perú. Tampoco parece serlo el hincapié que, en paralelo, están poniendo sus gobiernos en programas de intercambio exterior, entre los que destacan los activados por Brasil y Ecuador, o la Plataforma de Movilidad Académica de la Alianza del Pacífico, una especie de Erasmus intra-regional: precisamente la implantación de un Erasmus ampliado a toda Iberoamérica constituye uno de los puntos fuertes de la agenda de Veracruz. Cabe subrayar que este modelo no solo sirvió en Europa para fortalecer la conciencia de ciudadanía, también favoreció la articulación de un espacio científico compartido e, igualmente importante, impulsó la circulación laboral comunitaria. Así, la movilidad universitaria –en la que por cierto es habitual que los agentes públicos y privados sumen fuerzas– es al ámbito académico-científico lo que la transferencia tecnológica al ámbito empresarial, un vector que repercute en positivo sobre la innovación, la prosperidad y los niveles de empleabilidad en nuestras sociedades de conocimiento.

23 años después de la inauguración del sistema de Cumbres, en el que España jugó un papel nodal en el contexto de expansión de su acción exterior, nuestro país tiene la obligación de contribuir a su actualización en un mundo transformado, aportando ideas frescas –orientadas a intensificar la redes transatlánticas de talentos y premiar la creatividad y el emprendimiento–, así como su experiencia mediadora de nación europea. Retomando el horizonte de Veracruz, una de las tareas ineludibles pasa desde luego por aprovechar nuestro gran valor económico –el español– para afianzarlo ya no como activo cultural (fuera de duda) sino como vehículo de comunicación científico-técnica y, por ende, del comercio internacional. Es nuestra innovación pendiente.[/testimonial]

Jesús Andreu
Artículo publicado en Revista Uno (Llorente y Cuenca) el 21 de noviembre de 2014 Ver publicación

 

 

Mecenazgo empresarial

Jesús Andreu
El Huffington Post, 20 de septiembre de 2014

El fallecimiento de Emilio Botín ha concitado una multitud de elogios, motivados por su capacidad negociadora y habilidad financiera. El logro de tomar hace casi tres décadas las riendas de la entonces séptima banca española y situarla a la cabeza de la zona euro y en el top 10 mundial bien lo merece. La apuesta que convirtió al Santander en una de las entidades pioneras de la internacionalización de España -expandiéndose a Iberoamérica y Estados Unidos- es buena prueba de su visión innovadora y nervio empresarial. No obstante, hay un aspecto que se ha subrayado menos: su enorme sensibilidad cultural, reflejada en el legado transmitido en el plano social y académico. Una vocación que ilustran las actividades creativas y científicas impulsadas por la Fundación Botín, o dentro del proyecto Universia, el portal al servicio de la comunidad universitaria iberoamericana que aglutina a más de 1.200 instituciones académicas. Lejos de abandonar a la inercia estos intereses, el mismo Botín presentó el pasado julio -junto con Cesar Alierta- la plataforma onlineMiríadaX, convertida ya en la segunda Mooc del mundo y primera en español. La propia Fundación Carolina, centrada en la formación de excelencia en postgrado, se ha visto asimismo respaldada desde su creación por el permanente patrocinio del Santander.

 

Ahora bien, más allá de la proliferación de ejemplos, quisiera hacer hincapié en la relevancia recuperada que -gracias a la perseverancia de figuras como la suya- se ha dado a la vía del mecenazgo privado. Obviamente, es preciso referirse a la tradición anglosajona para explicar la tímida pero firme penetración de tal espíritu en España y, en general, en el continente europeo. Sin embargo, sería históricamente inexacto identificarlo como una tendencia inédita y hostil, encaminada a privatizar la cultura. En rigor, lo realmente nuevo consistió en la nacionalización de la cultura que, tras la revolución francesa, cristalizó en la aparición de los museos (en 1793 se inaugura el Museo de la República, futuro Louvre) y en la instauración de un funcionariado a cargo de la gestión del patrimonio. Ello no debería hacernos olvidar la existencia previa de coleccionistas privados y de anticuarios dedicados al estudio de las obras de arte. Ni tampoco la aparición de los llamados Wunderkammer, gabinetes demaravillas en los que nobles y clérigos reunían objetos artísticos y naturales (como Athanasius Kircher o Rodolfo II de Habsburgo), pero también lo hacía una burguesía incipiente que se iba abriendo paso en las naciones que abrazaban el libre comercio. No extraña así que ya en 1585 se crease en Inglaterra la Society of Antiquaries of London. La Guerra de la Independencia y la otra revolución del XVIII (la estadounidense) dieron paso al surgimiento de una sociedad civil que -enlazando con la tradición anglosajona- desarrolló un civismo filantrópico con voluntad de hacerse responsable de la herencia cultural y del futuro formativo de la nación, de forma paralela, y no opuesta, a la labor del Estado. Aquí se encuentra el germen del impulso altruista que animó a industriales como Andrew Carnegie, Rockefeller o Ford, sustanciado al cabo en forma de fundaciones.

 

Mientras tanto, en Europa se fraguaba una mentalidad burocrática que hacía equivaler el interés general con el interés estatal, minusvalorando hasta hace poco lasolidaridad privada en la construcción del conocimiento o la ayuda al desarrollo. Afortunadamente, aunque no sin convulsiones, la Historia ha demostrado el desacierto que supone delegar exclusivamente tales funciones a un Estado providencia, tanto como ha reflejado la fructífera contribución que las empresas aportan al avance de la ciencia o la conservación museológica. Es más, la colaboración público-privada se revela hoy como una fórmula afortunada para gestionar un ámbito -el cultural- que en España define mejor que ningún otro nuestra imagen exterior. En este sentido, creo que la próxima Ley de Mecenazgo podría constituir un estupendo homenaje a todos aquellos filántropos que, como Botín, tanto han hecho y seguirán haciendo por las artes, la I+D+I y las humanidades.

 

 

La cooperación insoslayable

Jesús Andreu
El Huffington Post, 20 de junio de 2014

He insistido en varias ocasiones en este espacio sobre la pujanza económica y cultural de Iberoamérica. En conjunto, el continente ha crecido a un ritmo medio del 4% en la última década y en la actualidad se encuentra viviendo el mayor periodo de prosperidad de sus últimos 40 años. Es sintomático que, de acuerdo con un reciente informe del Global Entrepreneurship Monitor, la tasa media de actividad emprendedora en Iberoamérica sea del 17%, una cifra superior a la de Estados Unidos o la Unión Europea. Los buenos datos se traducen en una mayor estabilidad institucional, la ampliación de las clases medias y la llegada de más inversión extranjera. México y Chile ya pertenecen a la OCDE, el llamado «club de los países ricos» -producto del Plan Marshall- al cual posiblemente se integren pronto Colombia y Costa Rica. Brasil, por su parte, y pese a las desigualdades que arrastra, es el séptimo país más rico del mundo. Y, en síntesis, la mayoría de sus naciones se engloban bajo la etiqueta de «países de renta media».

Este buen comportamiento ha llevado a algunos a preguntarse sobre la necesidad de prolongar la cooperación con Iberoamérica, máxime cuando en los últimos años las prioridades definidas por Naciones Unidas se han centrado en los países que padecen pobreza extrema. Afortunadamente, ante esta drástica postura, ha prevalecido un enfoque equilibrado, basado más bien en una reformulación del sistema de cooperación -ahora focalizado en la innovación, la sostenibilidad y el conocimiento- en el que por cierto España juega un papel crucial. Y es que, sin perjuicio de las mejoras citadas, no cabe olvidar la persistencia de graves problemas en la región, en términos de seguridad, éxito educativo o desigualdad, a los que se suma la tenacidad de un populismo que siempre amenaza con desmantelar los pilares del Estado de Derecho.

Es más, gran parte de los logros económicos todavía dependen en exceso de la producción y exportación de materias primas, esta vez en dirección a Asia, prolongando -frente al emprendimiento- un modelo de crecimiento de escaso valor añadido. Es cierto que, gracias a esta nueva relación con Oriente se han abierto canales de financiación inéditos, según muestra la incorporación de China y Corea del Sur al Banco Interamericano de Desarrollo. Se está construyendo así un nuevo esquema de colaboración (sur-sur) muy prometedor, pero todavía por perfilar. Y en el que -repito- debería robustecerse el énfasis en los activos técnicos y competitivos.

Pues bien, sin duda la renovación de la cooperación española con Iberoamérica puede aprovecharse de estos planteamientos recientes, dando una continuidad reformista a la histórica hoja de servicios de cara al continente. Una apreciable -¡y obligada!- trayectoria que, resulta importante subrayar, se ha mantenido incluso en época de crisis. Ahí están, a título de ejemplo, las más de 7.000 becas y ayudas al estudio y a la investigación que la Fundación Carolina ha otorgado a iberoamericanos desde que se inició la crisis en 2008. El hincapié que la cooperación española está poniendo en materia de formación, capacitación e intercambio -avalado precisamente por el apoyo suscrito a principios de junio al Programa Iberoamericano para el Fortalecimiento de la Cooperación Sur-Sur- garantiza no solo la permanencia sino el reimpulso de esta línea de actividad en el futuro. No en vano, tal es la forma más lógica y coherente de afrontar y resolver las dificultades inmediatas: tan solo una mayor inversión en educación superior y capital humano ancla una robusta institucionalidad democrática y genera riqueza. Por supuesto, al igual que en el pasado, en la Carolina continuaremos contribuyendo con orgullo y eficacia a esta imprescindible labor.

El rey ciudadano

Jesús Andreu
El Huffington Post, 3 de junio de 2014

Pertenezco a la generación del príncipe pero la inesperada abdicación del rey me ha sumido en una profunda conmoción, en una suerte de orfandad. Soy uno de aquellos españoles que han disfrutado casi toda su vida del sistema democrático, base del formidable progreso que ha experimentado España a todos los niveles: social, económico, cultural, deportivo, etc. Un sólido sistema cuya máxima garantía de estabilidad descansa en la figura del rey, por lo que su marcha no puede sino sumirnos en una cierta sensación de desamparo aunque tamizada y esperanzada por el aval del príncipe.

Todos aquellos que hemos vivido en democracia desde que tenemos uso de razón, no hay hito de la historia reciente de España que no guarde conexión con la imagen del rey, desde la aprobación de la Constitución del 78 hasta nuestra integración en la Unión Europea, pasando por el triunfo del Estado de Derecho -esto es, de la paz y de la concordia- sobre sus enemigos. Bajo la estela del éxito de la transición, el reinado de S.M. Juan Carlos I ha reconciliado al país -como símbolo de unidad- por encima de las dos Españas, ha impulsado decisivamente su modernización y ha apuntalado su consolidación entre las democracias avanzadas, convirtiendo a España en un modelo de referencia internacional.

Más allá de la inercia de los clichés, nuestra nación es hoy un ejemplo de estabilidad, pujanza económica, innovación y fiabilidad, fruto sin duda del trabajo de toda la sociedad, pero igualmente de la entrega continuada de Su Majestad hacia los intereses de todos los españoles. De ahí que el prestigio del monarca llegue a todos los rincones del mundo. En este sentido, no es exagerado comparar su labor diplomática y su aureola de símbolo de la paz con las de Gorbachov, Juan Pablo II o Nelson Mandela, convirtiéndole por derecho propio en uno de los iconos del siglo XX. Lo he podido comprobar con orgullo acompañándole en numerosos viajes y ocasiones.

No obstante, la melancólica aflicción que nos puede producir su despedida queda compensada por la acreditada madurez del heredero. Ningún ciudadano cabal puede cuestionar la preparación del príncipe Felipe para dotar de continuidad el camino trazado y afrontar con resolución los complejos retos de un nuevo mundo, cambiante y vertiginoso. La implicación de todos los españoles en su formación, convalidada a través del Parlamento, es un buen motivo para hacernos sentir patriotas, visto el excepcional perfil forjado. Fue justo en el contexto de su etapa formativa, cuando -coincidiendo con el viaje oficial que le llevó en 1990 a Australia y Nueva Zelanda- pude conocer al príncipe por primera vez. Desde entonces, mis diferentes ocupaciones me han permitido observar -desde la distancia profesional- su maduración personal, su forja como hombre de Estado y el ensanche de su agenda global, cuya magnitud se situará ahora a la altura de la de su antecesor.

Razones culturales e históricas, pero también de atracción social, los príncipes son conocidos internacionalmente desde su llegada al mundo y mucho más los de las principales monarquías. Incluso pueden ser conocidos sin conocer y se puede trabar contacto con ellos antes de llegar a la cima de una carrera política. Así le sucedió a Bill Clinton con nuestra reina y no dudó en recordárselo nada más poner pie en la Casa Blanca. Qué duda cabe que en este ámbito, como en los demás, el próximo rey sabrá aprovechar las fecundas relaciones y los sabios consejos de su padre.

La actualidad, carácter y destino (que no son sino una misma cosa) me han llevado a dirigir una institución que debe su nombre al rey vigente, puesto que -no por casualidad- la creación de la Fundación Carolina coincidió con el 25º aniversario de su reinado, así como con el 500º aniversario del nacimiento de Carlos I. Tampoco es casual su vocación iberoamericana ni su orientación cultural y educativa, dimensiones que Su Majestad ha venido atendiendo con especial cuidado desde hace al menos cuarenta años. Y es que la Fundación constituye un instrumento de diplomacia pública en plena sintonía con la Corona y el gobierno de España.

A tenor de lo dicho, tengo el convencimiento de que su decisión anticipa un futuro propicio para España e Iberoamérica, porque la monarquía es garantía de continuidad en la historia y ancla el presente para cimentar un futuro mejor, alejándonos de ambiciones coyunturales, muchas veces oportunistas y de experimentos peligrosos e inciertos. A fin de cuentas, el mundo de hoy premia la preparación y el pragmatismo, la constancia y los proyectos sólidos y continuados. Los países más avanzados, de Holanda a Noruega pasando por Dinamarca, el Reino Unido o Suecia son por eso monarquías y las repúblicas parlamentarias se les parecen mucho.

De modo que, hoy más que nunca, ¡lo moderno en España es ser monárquico!

El poder de las palabras

Quizá a algunos lectores les suene el llamado «giro lingüístico» que se produjo en el ámbito del pensamiento filosófico -y del pensamiento tout court- en el siglo XX. Su idea nuclear, formulada por Wittgenstein, consiste en que para resolver los problemas de la realidad no hay más opción que acudir al lenguaje. De ahí deducía aquello de que «los límites del lenguaje son los límites del mundo» (conclusión que no le hacía desafecto al misticismo, sino más bien al contrario). Tras Wittgenstein, la constante lingüística ha sido un factor reflexivo de primer orden en gran parte de las ciencias humanas, así como en la teoría del arte. Hasta hace bien poco la semiología y el estructuralismo (derivado de la teoría de Saussure) impregnaban la mayoría de los análisis políticos, sociológicos y estéticos. Es más: lo que conocemos por postmodernismo no es sino la propagación frívola del traumático divorcio entre significante y significado que estudiaron los filólogos y que alcanza planos tan heterogéneos como la moda o la gastronomía. En cualquier caso, lo que más sorprende es que, salvo excepciones, el lenguaje no se hubiese revelado antes como clave explicativa del mundo, toda vez que su ejercicio («doblemente articulado») expresa con nitidez esa línea de demarcación que nos separa de los animales. Ciertamente, no es que no se pueda hablar sin lenguaje, es que tampoco se puede pensar ni quizá, tampoco sentir ni vivir, en sentido pleno, sin él.

Llegados a este punto, confieso mi debilidad personal por la dimensión lingüística en su condición de herramienta que -además de servir para comunicarnos- dota de narrativa a nuestras vivencias y de significación a las experiencias sensoriales. Desposeídos de palabras seguiríamos sin duda viviendo y sintiendo pero, si no menos, sí me atrevería a decir que peor. En realidad, desconoceríamos el mundo -desde un punto de vista científico, pero también artístico- no porque el lenguaje cree la realidad, sino porque no hay mejor vía para aproximarse a la misma que recrearla por medio de las palabras. En efecto, nombrar las cosas nos acerca a ellas y logra que adquieran vida, redondea su esencia y les proporciona verdadera carta de naturaleza porque, como afirma George Steiner: «lo que no se nombra, no existe».

De este modo, el lenguaje construye la realidad y contribuye a transformarla. Por eso, su buen uso -eso que coloquialmente llamamos «hablar con propiedad»- resulta tan importante. Sin el favor de un lenguaje pulcro y correcto es imposible cimentar una convivencia razonable y, menos aún, expresar la hondura o la sutileza de un sentimiento. Huérfanos de palabras y privados de precisión estaríamos incapacitados para compartir emociones y, en consecuencia, nos sería inviable generar relatos, crónicas o historia. Es decir, estructuras de sentido en las que cristalizan esas comunidades afectivas que nos ayudan a comprender el mundo. Ahora bien, cuando nos referimos al español, no hay que perder de vista que estamos hablando de una comunidad de más de 500 millones de personas: una suma inmensa, forzosamente dispar, pero subterráneamente cohesionada y en cuya pluralidad se haya justamente su mejor baza. Y ello en tanto el español es una lengua abierta a la diversidad, y la diversidad una fuente de innovación y de crecimiento personal y económica.

Pasados los tiempos del exceso semiótico y deconstruccionista, cuando Derrida llegó incluso a afirmar que no hay nada «fuera del texto», perviven dentro de la lingüística disciplinas purgadas de artificios que se atienen al significado exacto de las cosas: las que se ocupan del léxico. Fruto de una nueva flexión intelectual sobre la propia invención humana que encarna el lenguaje, son muestra definitiva de nuestro grado de sofisticación. Pocos productos cabe imaginar tan íntegramente humanistas como los diccionarios, en todas sus variantes (de la lengua, de la gramática, de dudas, etc.). De ahí la importancia crucial de los que estudian las palabras en general y de la Escuela de Lexicografía Hispánica de la RAE en particular. Con ellos compartimos una misma ambición: potenciar la inagotable riqueza cultural de Iberoamérica, modelada principalmente por el español.

El español, ¿conquista el mundo?

Este podría ser otro artículo laudatorio de la lengua española. Desde luego, es el activo más importante que tenemos, como así lo demuestra la desapasionada lectura de unas cifras que solo invitan al optimismo. De acuerdo con los informes que la Fundación Telefónica está realizando sobre el valor del español, la capacidad de compra que acumulan sus más de 450 millones de “usuarios” alcanza el 9% del PIB mundial; además, el idioma genera el 16% del PIB español y es un vehículo crucial de nuestra internacionalización: de este modo, compartir lengua multiplica por siete los flujos bilaterales de inversión directa exterior.

Sin embargo, la influencia del español en la comunidad internacional no hace justicia a estos números. Ciertamente, gracias ante todo a la presión iberoamericana —de donde procede el 90% de los hispanohablantes— es una de las lenguas oficiales en Naciones Unidas, pero es solo la tercera en uso y ni siquiera es idioma de trabajo de su Secretaría ni oficial en la Corte Internacional de La Haya, en beneficio de un francés claramente sobrevalorado. Por si fuese poco, el español ocupa el quinto lugar en la Unión Europa, desde donde —recordemos— en 1991 se intentó imponer sin éxito la comercialización de los teclados sin ñ.

Puede que, como se sugería desde The Economist hace unos meses, el español desbanque al francés como segunda lengua diplomática por razones de eficacia y ahorro, pero no va a ser fácil. Y no solo por el amplio apoyo institucional que se dispensa a Francia (Cruz Roja, Médicos Sin Fronteras, por no hablar de las naciones francófonas que prefieren seguir utilizando su idioma), sino por la condición de lengua de prestigio, cuidadosamente respaldada por el Estado, que mantiene el francés. Pues bien, este es el terreno en el que —al igual que se está haciendo con las finanzas y el comercio— tenemos que competir: en el de la reputación exterior de nuestra lengua. No para rivalizar con el inglés, verdadera lingua franca contemporánea, sino para dotar de empaque y garantía de futuro a una realidad lingüística que de momento responde a un único factor, de naturaleza oscilante: la demografía.

La influencia del español en la comunidad internacional no hace justicia a su importancia económica
Se trata de una tarea que exige una coordinación panhispánica, una gran corriente social aplicada, al menos, sobre tres planos mutuamente conectados: el económico, el institucional y el científico-cultural. Con relación al primero, precisamente la demografía quizá ya nos está diciendo algo. Es sabido que los ritmos de crecimiento poblacional en Iberoamérica se están estabilizando, lo que, según ha advertido Lamo de Espinosa, puede resultar perjudicial para la expansión de nuestra lengua. La tendencia sin embargo es interpretable como una ocasión para apuntalar la presencia del español en los negocios y el comercio exterior, siempre que entendamos que la moderación demográfica está ligada a la aparición de clases medias y al incremento del poder adquisitivo. Si a esto le añadimos la existencia de un floreciente mercado hispano en Estados Unidos, que vende y consume en español, cabe pensar en la ampliación global de un tejido empresarial que, sin perjuicio del inglés, deberá “mimar” nuestra lengua.

Por supuesto, tal expansión encontrará tantos menos obstáculos cuanto más acompañada esté de normativas internacionales escritas, cuando no negociadas, en español. Sumando esfuerzos, tendremos mayores posibilidades de avanzar y recolocarnos en Naciones Unidas; en contraste, resulta cuando menos peculiar observar el lugar secundario que conserva el español en la UE, fruto en parte del desacierto —este sí, 100% patrio— de no concertar un mensaje de unidad. Una situación acaso reversible, previo rejuvenecimiento de cierta obsolescencia eurócrata, a través de la apertura de Europa hacia una Iberoamérica fortalecida (también en función de calidad institucional) y que el Gobierno debe continuar estimulando, alcanzando logros como el de la supresión de la visa Schengen a Colombia y Perú.

Con todo, poco se obtendrá si no somos capaces de exprimir nuestro potencial cultural —a menudo anclado en percepciones anquilosadas, en las que el Barroco aparece como última y ya lejana aportación de calado— en combinación con la inagotable riqueza americana. Y no cejando, a la vez, en el empeño de construir un espacio científico y de conocimiento en español, tarea sin duda complicada en un ámbito donde parece inevitable escribir, publicar e incluso estudiar en inglés. Pero hacer competitivas a las ciencias y humanidades desarrolladas en español no es inviable si se dan los pasos adecuados: fijando criterios académicos de calidad análogos a los anglosajones, generando redes de investigación transnacionales y desplegando una oferta formativa que incentive la movilidad universitaria iberoamericana y atraiga también a nuevas audiencias, como la asiática.

En la actualidad, desconocer el inglés se ha convertido en una tara profesional que obstruye no solo la promoción individual, sino también el horizonte de sostenibilidad de cualquier empresa o proyecto. Cabría cifrar el prestigio de una lengua en función de esta hegemonía. Aunque, en su lugar, también cabría cifrarlo en la capacidad para templar el alcance de dicho monopolio, erigiéndose, más que como alternativa, como firme custodia del plurilingüismo y, al cabo, del propio idioma (incompleto sin otras lenguas). Tal es el reto inmediato que afronta el español.